En un boletín publicado por la Dirección General de Comunicación de la UNAM el 19 de febrero del 2020 el rector Enrique Graue Wiechers llama la atención de los presidentes de la Mesa Directiva, la Junta de Coordinación Política y la Comisión de Educación; así como de los coordinadores de los grupos parlamentarios de los partidos políticos en la Cámara de Diputados. El asunto: una propuesta de reforma a la Ley Orgánica de la Universidad Nacional, suscrita por el diputado Miguel Ángel Jáuregui Montes de Oca, del grupo parlamentario de Morena. El llamado, en realidad, es para toda la ciudadanía.
El rector enmarca este hecho en un contexto en el que en varios estados de la República ha habido intentos similares en los congresos locales y señala inmediatamente que esa propuesta fue hecha sin participación alguna de los universitarios, en lo que puede ser considerada de hecho una intromisión en la autonomía de la Universidad.
Me parece que el hecho no es menor, pero hay que escudriñar un poco en su significado. En un nivel superficial pareciera que es un asunto que tiene que ver con los empleados de las universidades, cuando mucho con quienes en este momento son sus alumnos, así que hay que hincar el diente planteando la pregunta: ¿a quién interesa (o debiera interesar) la autonomía universitaria?
Hace algunos años, cuando dirigía la Preparatoria Ibero Tlaxcala y el Congreso de ese Estado intentaba lo mismo, abordé el tema en un artículo de la columna que en ese entonces tenía en el periódico Síntesis Tlaxcala. Me he echado un clavado en esas letras y las vuelvo a compartir, porque me parece que este asunto sigue siendo vigente.
UNIVERSIDAD... ¿PARA QUÉ?
He conversado con diferentes personas, de distinto estrato social y profesión sobre el papel de la universidad y lo que me resulta evidente es que a esta institución se le mira básicamente como formadora de profesionistas y en algunos casos como expedidora de títulos académicos, en un contexto funcional en el cual si alguien no es licenciado, médico o ingeniero parecería ser un nadie en la sociedad. Esta es una visión miope, aunque creo que claramente conveniente para las estructuras del Estado y para una reductivista visión empresarial.
Ahora que los ojos de muchas familias están puestos en las instituciones de educación superior, creo que es oportuno aclarar las cosas, porque una vez más lo que pareciera normal resulta en realidad no serlo y por ello ante lo inmediato perdemos de vista cosas que son verdaderamente importantes. Una vez más el pasado puede ser buen maestro.
Las universidades nacieron en Europa, alrededor del siglo XII, como producto de la coincidencia de diversos factores como la maduración de las escuelas catedralicias, el surgimiento y proceso de autonomización de las ciudades fuera de los burgos activadas por el comercio y la naciente libre empresa, la necesidad de lugares más abiertos para cultivar el saber.
Grupos de intelectuales y sus aprendices fueron dando forma a una institución que siempre tuvo dos grandes componentes: la formación de personas altamente competentes -con capacidades no meramente técnicas, sino también intelectuales- y la producción de conocimiento que diera luz a las sociedades para afrontar los problemas y desafíos que los aquejaban y ante los cuales los universitarios -bachilleres, licenciados, doctores- tenían buenas herramientas para sumarse a la construcción de un mundo que ya no dependía de los designios divinos.
Sí, la universidad nació llamada a pensar la sociedad y el mundo, a mirar críticamente a su tiempo, a sus personas, sus formas de convivencia, de organización, la manera en que transforman el mundo cultivando, edificando, acometiendo las adversidades de la naturaleza, guerreando y forjando la paz, y también para formar personas con una visión más amplia para poder actuar en su tiempo y su espacio.
Y por ello pronto acometió las abatidas tanto de los príncipes como de los obispos que vieron en la Universidad de libre pensamiento un atentado contra su hegemonía y poder y en la universidad sometida un vehículo para la instauración de sus intereses: gobernantes y clérigos atisbaron las enormes posibilidades de las universidad y pronto quisieron ejercer control sobre lo que allí se enseñaba, sobre la investigación que allí se realizaba, sobre la difusión de las ideas que podrían ser herramientas para que las mujeres y los hombres de su época, a decidir el nombramiento de las autoridades universitarias...
LA GRAN BATALLA UNIVERSITARIA
De universitarios devino a lo largo del tiempo una nueva concepción de ciencia, una nueva concepción de política, de estado, de sociedad menos mítica, menos mágica. Y eso fue posible porque desde el principio se libró la gran batalla: la de la autonomía universitaria; es decir, la del derecho de los propios universitarios a elegir sus autoridades y a elaborar sus propias normas (a fin de servir a la misión de reflexionar críticamente sobre la sociedad y la cultura y no servir a los intereses del príncipe o la autoridad religiosa); la de elaborar sus planes de estudios (para formar personas capaces de compromiso de transformación social y no solo la solución de problemas inmediatos de carácter utilitario para iglesia o estado); la de investigación, para avanzar en cualquier tipo de pregunta que sirviese para buscar la verdad, más allá de los intereses de grupos económicos, políticos y religiosos; la de difusión, para dar a conocer esto a todo público y que el saber se vuelva un bien común.
La historia reciente de la Universidad en México es parecida. Resurgida de sus cenizas al final del siglo XIX -durante el porfiriato- abanderó su gran causa entre la segunda y tercera década del siglo pasado: la de ser autónoma, que no significa mantenerse con sus propios ingresos -pues financiar la educación es obligación inalienable del Estado- sino ser libre para cumplir con su vocación y propósito primigenios: producir conocimiento; enseñarlo junto con los métodos que llevan a él para permitir el avance en visiones sólidas, fundamentadas críticas de la realidad social, política y económica que lleven a la justicia, para crear la ciencia que soporte el diseño de la tecnología que permita vivir en un mundo más humano; y a partir de ello formar intelectuales, científicos, profesionistas capaces de compromiso con su país, con el mundo todo.
Así lo consignan los documentos en que expresan su misión universidades como la UNAM, la Universidad Autónoma de Tlaxcala, la Universidad de Guadalajara o la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla -por citar solo algunas-: autonomía de organización y pensamiento, siempre relacionada con la formación de personas capaces de comprometerse con la justicia, la equidad, la diversidad, motores de desarrollo humanizante de las regiones y el país mismo.
Las instituciones totalmente dependientes del Estado (donde el poder ejecutivo nombra rector, hace planes de estudio, crea la normatividad) son solo escuelas de educación superior, no universidades. Expenden títulos y certifican competencias laborales. Su papel es importante, pero insuficente.
Autonomía de elección de autoridades y creación de normas, de investigación y docencia, de difusión son condiciones para que la universidad, cualquiera que sea, cumplan su cometido social y de alguna manera garantiza en la libertad de cátedra la libertad de pensamiento, eje de toda sociedad democrática y punto que casi todos los regímenes (de derechas e izquierdas) quieren abatir, pues desean sin más que la sociedad toda se ponga acríticamente al servicio de sus visiones partidistas.
AUTONOMÍA UNIVERSITARIA: PARA TODOS
¿Quien se beneficia de la autonomía universitaria? Pareciera pregunta ociosa con respuesta simple: los universitarios.
Pero en realidad los beneficiarios del quehacer universitario somos todos los miembros de la sociedad, quienes requerimos que el saber y el saber hacer sirvan a nuestro ser personas, más allá de los intereses concretos de los grupos de poder en turno o las instituciones sociales, religiosas, políticas que tienden a mantener el status quo que pretende, normalmente, que no pase nada, con toda la injusticia, la desigualdad, la visión uniforme y simple de la realidad que eso supone.
Toca a los universitarios impulsar la autonomía real de sus instituciones y a la sociedad exigírsela a ellos y a las autoridades políticas, en especial cuando atentan contra esta conquista lograda hace 9 siglos en el mundo y casi cien años en México, porque siempre está presente la tentación de vulnerarla.
Contar con una universidad autónomas no significa solamente poseer un lugar para que nuestros hijos estudien después del bachillerato, sino tener la oportunidad de que el saber fundamentado, la ciencia, la cultura y la técnica libremente generados estén de diversas formas al servicio de nuestra propia humanidad a través de la investigación, la difusión y la formación de cuadros que puedan interactuar profesionalmente en la solución de los problemas que la realidad nos va presentando a todos.
Este texto fue publicado el 21 de abril de 2014, en la columna Palabras que humanizan, de Síntesis, Tlaxcala. Versión actualizada al 20 de febrero de 2020